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27.2.07

"Lo que natura non da,Salamanca non presta" y el "Sindrome del Cha de Persia"

“El Custodio hizo lo que tenía que hacer...”

LA FALTA DE INTELIGENCIA Y LA FUNCION PUBLICA
(PEQUEÑA EXEGESIS DEL CORTESANO lea en "comments" ,cliquee abajo)

El jefe de la cárcel provincial contestó que felicitaba al custodio del preso fugado por haber hecho lo que tiene que hacer.
Preservar la integridad del entorno del preso ,condenado a nueve años por hurto calificado.-
Estaba con permiso para estudiar y se escapó.-
¿Para que estaba el custodio?
¿Para dejarlo escapar o para evitar la fuga?
Un custodio si bien lleva un arma,debe tener un entrenamiento suficiente en “artes marciales” para correr,alcanzar y reducir al delincuente condenado.
No puede matarlo ,ni herirlo sino en legitima defensa.
Pero el coronel jefe de la cárcel da esa explicación al periodismo.
Evidentemente este funccionario no tiene idea de la tarea que debe cumplir.
El custodio estaba distraído ,conversando ,y no se dio cuenta de la fuga .
¡Encima lo felicitan!
Es increíble .
Por eso la gente opinó que mejor que la policía no interviniera en el asalto al VEA....
Es una vergüenza la insuficiencia neuronal que "adorna" el funcionamiento de estos cabezas huecas.
Evidentemente el chip de la PC que hace el test para ser funcionario está afectado por un golpe de luz de EDESAL.-
Algunos le llaman el "Síndrome de Reza Palevi".-
El imperio del Cha de Persia se requebrajó como un castillo de barro .-Sus funcionarios,asesores y militares ,tenían esa falencia de razonamiento.
Eran "corchitos",chumamedias militantes, ejemplares cortesanos.
"El Poder" debe comprender que tener un baston de telgopor para sostenerse en un precipicio,es peor que no tenerlo.

Control popular
Una Nueva Instancia de Protección de la Sociedad Civil
Vea sobre el tema el abajo a la derecha "comments".
Cliquee y tendrá una aproximación de la realidad actual .-PEQUEÑA EXEGESIS DEL CORTESANO

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pequeña exégesis del cortesano
Por Eduardo Fidanza
Para LA NACION



La última parte de Masa y poder, el memorable ensayo de Elías Canetti, comienza con un estudio sobre los reyes africanos. No es para denostarlos que los menciona, sino para mostrar, por medio de ellos, rasgos constitutivos del poder político. Por eso, recomienda a los europeos modestia ante esta investigación, ya que, según él, las intenciones de los poderosos de Occidente son muy parecidas a las de sus pares africanos y sus medios pueden ser aún más eficaces.

De estos rasgos me interesa resaltar uno: el que llama “la ejemplaridad del rey”. La imitación es su faz visible: las expresiones físicas y psíquicas del rey son copiadas escrupulosamente por los miembros de su entorno. Escribe Canetti: “Cuando en la corte de Uganda reía el rey, reían todos; cuando estornudaba, estornudaban todos; cuando tenía un enfriamiento, todos aseguraban tenerlo; si se cortaba el pelo, todos se hacían cortar el pelo”. Así, los cortesanos terminan pareciéndose a marionetas: “Se creería –metaforiza Canetti– que sus caras están hechas de resortes y que el emperador puede accionarlos y ponerlos en funcionamiento a su antojo”.

Las razones de la copia no se agotan en la admiración y la veneración. En muchos casos su sustrato es la orden. La ejemplaridad del rey se torna coacción: “Que él estornude significa: ¡Estornudad! Que se caiga del caballo: ¡Caed! Tan repleto de mando está –concluye Canetti– que nada sucede porque sí”. Por fin, la ejemplaridad se nutre de la aclamación, que busca multiplicar el poder: “Determinados gestos o expresiones, consideradas ejemplares, se fortalecen con aplausos y se alienta su repetición. Muy pocos son capaces de sustraerse a la obligación que emana de mil manos aplaudientes: la producción del aplaudido tiene que multiplicarse”.

Al acentuar “tiene”, Canetti parece querer indicar la fatalidad del poder. Su destino de prevalecer, de imponerse, de reproducirse. Y también su naturalización. “«Una orden es una orden» –escribe–: el carácter de lo definitivo e indiscutible, que es propio de la orden, puede también haber ocasionado el que se haya reflexionado tan poco acerca de ella. Se la toma como algo que siempre existió así, parece tan natural como indispensable”.

¿Qué analiza Canetti? Entiendo que una forma de relación política típica y un ámbito característico donde transcurre. El lugar es la Corte, de un rey o un emperador del pasado; o bien, agrego, la antesala del despacho de un líder actual. El vínculo es una variante de la subordinación que oscila entre el acatamiento y el servilismo. (La literatura ha descripto mejor estos matices que la ciencia política.)

El lenguaje popular asocia “Corte” con “adulación”. “La corte de adulones” designa, en efecto, a los seguidores de un líder que dicen sí a todo lo que propone, realzan sus virtudes y ocultan sus errores. Si son tiempos de bonanza, sobreactúan la apología, hasta el disparate; si la suerte es adversa, distorsionan la realidad, para no romper el espejismo del líder en desgracia. El “diario de Yrigoyen”, nos consta, es el significante de esas conductas en nuestra cultura política.

Una somera investigación terminológica puede ayudar en el discernimiento de estos comportamientos. Cabe una primera distinción: todos los cortesanos son subordinados, pero no todos los subordinados son cortesanos. Para “cortesano” el diccionario bordea al lenguaje usual: lo define como “persona que sirve obsequiosamente a un superior”. La acepción de subordinado es más universal, aunque no entusiasma: “Dicho de una persona sujeta a otra o dependiente de ella”. El mundo de la política y la economía es una fábrica de subordinados: se acatan líderes y se trabaja para patrones.

A subordinados y cortesanos los comprende una condición: la heteronomía, que es, según el diccionario, “la voluntad que se rige por imperativos que están fuera de ella misma”. La describen varios estatus típicos. Por ejemplo: subalterno (de inferior rango); súbdito (sujeto a la autoridad de un superior); partidario (que sigue un partido o bando); fiel (que acata las normas de la Iglesia). Se trata de posiciones sociológicas, antes que morales.

En cambio, cuando se examinan las resonancias que el lenguaje popular atribuye a cortesano, surgen predicados poco dignos: amanuense (que escribe lo que se le dicta); adulador (que hace o dice con intención, a veces inmoderadamente, lo que se cree que puede agradar a otro); adulón (adulador servil y bajo); esbirro (secuaz a sueldo o movido por interés); servil (rastrero, que obra con servilismo); chupamedias (dicho de una persona: aduladora, servil).

Cuando Maquiavelo distinguió tres tipos de cerebros (“entre los príncipes, como entre los demás hombres”), enseñó que el poder se nutre de las personalidades más diversas. El primero pertenece a los “ingenios superiores”: son los que “imaginan por sí mismos”; el segundo, a los “excelentes talentos”, que no tienen imaginación pero usan con sagacidad las ideas ajenas, y el tercero, a los incapaces de concebir algo por sí mismos, que es como si no existiesen, según el florentino.

La Instrucción Cívica, con ingenuidad iluminista, nos induce a creer que la democracia promueve la autonomía. Y con ella destierra las distintas formas de sumisión que caracterizaron al poder en el pasado. Contra la advertencia de Canetti, tenemos la ilusión de haber dejado atrás a los reyes africanos. ¿No poseemos acaso las condiciones (políticas, educativas, culturales) para que florezcan los “ingenios superiores” y los “excelentes talentos” que distinguía Maquiavelo? ¿No debería residir en estos logros el fundamento de nuestro optimismo?

Por lo visto (y oído) no parece. La televisión oficial anuncia una primicia, rayana en el milagro: el Presidente habla por cadena nacional y los delincuentes, en el acto, sueltan atemorizados a un secuestrado. Los funcionarios asienten, festejan, sobreactúan. Un ministro afirma, con insistencia, que el primer mandatario y su esposa son los cuadros políticos más importantes que produjo el país en muchos años. Un intelectual orgánico suelta por televisión este argumento, sin que se le mueva un resorte de la cara: el actual gobierno ha hecho por la calidad institucional más que cualquier otro en la historia política del país.

Pero esto, por cierto, no es de ahora. Nuestra historia está colmada de tales exabruptos, verbalizados, alguna vez, por las más altas autoridades políticas, como ocurrió en los idealizados setenta: “Yo al General lo necesito en todo momento” llegó a decir un presidente de entonces, puesto allí durante unos meses por su jefe político para que le conservara el cargo.

No se crea, sin embargo, que el cultivo de la obsecuencia y sus caricaturas es patrimonio de un solo sector político. El habla popular suele aludir a esta tara anteponiendo “sí” al nombre, el apellido, o el apodo del jefe de turno, seguido por la partícula “ismo”. Juan Domingo, Raúl, Carlos, Fernando, Néstor y otros tuvieron (y tienen) el dudoso privilegio de haber formado parte de la frase.

No sé si por una sensación de eterno retorno o de déjà vu, que aflora con los años, veo en el presente un recrudecimiento de estas actitudes. Y lo lamentable es que el fenómeno no se ciñe a los poseedores del último cerebro de Maquiavelo (llanamente, los inútiles), sino que se extiende a “los excelentes talentos”, dispuestos, por lo visto, a negarse a sí mismos con tal de contentar al líder y no perder su estima. Emprenden campañas que desearían no hacer y para las que no están preparados; incomodan su inteligencia (y la de sus oyentes) repitiendo a pie juntillas un guión pobre y previsible. Cambian manjares por sapos; dignidad por bochorno. Son los heterónomos en estado puro: contradicen su naturaleza por sometimiento a un poder ajeno.

Tal vez la literatura pueda enseñar algo a la política. Y si no, consolarnos de su pobreza. El inefable poeta portugués Fernando Pessoa imaginó, entre otros, a tres personajes, poetas como él; los dotó de carácter y biografía: Alberto Caeiro, su propio maestro, y mentor de los demás; Alvaro de Campos, creador de la primera vanguardia portuguesa, pasional y angustiado, y Ricardo Reis, helenista, cultivador de Horacio y monárquico en el exilio. Interactúan con su autor, lo refutan, polemizan entre ellos, adquieren vida propia. “Al contradecirlo, lo expresaron; al expresarlo, lo obligaron a inventarse”, escribió Octavio Paz sobre los poetas del poeta.

Pessoa los llamó heterónimos. En su obra la expresión encierra una paradoja. El heterónimo depende e interpela, sale de la cabeza del que a su vez crea, modifica a su inventor sin negarlo, lo supera. Resuena en él la libertad, sin ocultar la determinación.

Heterónomos y heterónimos: una pequeña alteración sintáctica, un gran salto semántico. Dejando de lado las promesas de la Instrucción Cívica –ya no somos inocentes–, quizá sirva reparar en la diferencia entre los reyes africanos y Fernando Pessoa. Ambos son soberanos en sus territorios. Sólo que unos quieren ser imitados y adulados, mientras que el otro estimula el vuelo propio y acepta la objeción de sus ficciones.

El autor es sociólogo y profesor de la Universidad de Buenos Aires.



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