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16.2.07

SI ES DEL REBAÑO NO SE PREOCUPE

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Las causas de la inseguridad

No pasa día sin que la delincuencia se cobre, en alguna localidad del país, una nueva víctima. Se trata, a veces, de un delito resonante, previsto y organizado sobre la base de un dato de "inteligencia" criminal oportunamente obtenido; se trata, en otros casos, de algún asalto o arrebato ocasional, fruto de un eslabonamiento de hechos o datos más o menos casuales. Por supuesto, la delincuencia no es nunca hija del azar. Es siempre el producto de una correlación de omisiones, negligencias y fracasos extendidos en el cuerpo social y acumulados en el tiempo

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

· ARCHIVO

Las causas de la inseguridad

No pasa día sin que la delincuencia se cobre, en alguna localidad del país, una nueva víctima. Se trata, a veces, de un delito resonante, previsto y organizado sobre la base de un dato de "inteligencia" criminal oportunamente obtenido; se trata, en otros casos, de algún asalto o arrebato ocasional, fruto de un eslabonamiento de hechos o datos más o menos casuales. Por supuesto, la delincuencia no es nunca hija del azar. Es siempre el producto de una correlación de omisiones, negligencias y fracasos extendidos en el cuerpo social y acumulados en el tiempo.

En los últimos días, se perpetraron delitos que no dejan de sorprender por el escenario en el que fueron consumados. Una señora fue robada y agredida sexualmente en pleno centro porteño -en el tramo sur de la avenida 9 de Julio- por cuatro menores que se introdujeron repentinamente en su automóvil y convirtieron su viaje, durante quince minutos, en un verdadero infierno. La intervención policial y la movilización espontánea de un vecino permitieron detener a los agresores. El desenlace de ese vandálico episodio podría hacer nacer en la opinión pública cierta corriente de optimismo, pero es probable que nos lleve también a otra clase de consecuencias polémicas. Téngase en cuenta que en estos mismos días hemos sido informados de un asalto perpetrado por un menor que había sido detenido por la policía tan sólo dos semanas antes. ¿Cómo evitar o eludir la idea de que algo está funcionando mal en el ámbito de aplicación de la legislación penal juvenil?

La semana última, una mujer y su nieto fueron atacados y golpeados salvajemente en su propia casa, en el barrio porteño de Agronomía. La mujer murió días después a consecuencia de los golpes.

En José C. Paz, el dueño de un establecimiento metalúrgico, en uso del principio de la legítima defensa, dio muerte a uno de sus tres asaltantes, aunque no pudo evitar ser herido él mismo y hoy está en gravísimo estado. Entretanto, otro episodio agregó elementos preocupantes a la hora de examinar el viejo tema de los vecinos que se arman en defensa propia: un comerciante de Remedios de Escalada, al intentar repeler un asalto, dio muerte involuntariamente a una vecina, ajena por completo al delito que se estaba consumando. ¿Qué podría decirse, por otro lado, del caso del taxista de Cipolletti que resultó asesinado por un pasajero, días atrás, a raíz de una discrepancia sobre el precio del viaje?

Este rápido repaso de sólo algunos de los hechos dolorosos o sombríos que se registraron en los últimos días debería servir para confirmarnos en la idea de que el gravísimo problema de la inseguridad remite a una pluralidad de causas y de conflictos y responde a un cúmulo de factores, casi todos ellos de extremada complejidad. A menudo se cae en la tentación de atribuir el auge de ciertas formas de delincuencia a una única razón desencadenante y se incurre en simplificaciones o reduccionismos analíticos, que no ayudan a examinar el tema con la seriedad necesaria. Se alude, por ejemplo, a la incidencia de los desequilibrios sociales como causas generadoras de un aumento de la delincuencia o se atribuye el crecimiento de la inseguridad a la completa ineficacia de las fuerzas policiales, a la excesiva lenidad de ciertos funcionarios judiciales, a errores en la legislación penal vigente e incluso a los brotes de corrupción advertibles en el escenario institucional de la República, tanto en el orden nacional como en la esfera provincial. También se señalan como datos inquietantes ciertos componentes culturales, como el auge de la violencia en sectores juveniles.

Está claro que todos esos factores son reales y necesariamente deben ser considerados, pero ninguno de ellos podría ser señalado como único o excluyente a la hora de formular un diagnóstico creíble sobre la realidad social imperante en materia de delincuencia e inseguridad. Lo importante es atribuirles a todos ellos la gravedad que les corresponde y analizarlos con el máximo rigor, despolitizándolos y desideologizándolos, y tratando de establecer, además, de qué manera se relacionan e interactúan unos con otros.

Entretanto, siempre será menester tomar conciencia de la necesidad de salvaguardar y defender el sistema de prevención general del delito, sobre el cual reposan, obviamente, los principios de la causalidad jurídica y de la seguridad social.

Cuando insistimos, y lo hemos hecho permanentemente desde estas columnas, en que ningún acto delictivo o criminal debería quedar impune o "libre de castigo" no estamos alentando o exigiendo la mera aplicación de una sanción moral a quien ha quebrantado una norma o ha vulnerado los derechos de otras personas. La idea de "castigo" o "represalia" puede ser aceptada en algunos casos como una realidad emocional inevitable, pero no es de ningún modo la que nos mueve a reclamar que el Estado garantice la efectiva función sancionatoria del derecho penal. La razón que nos mueve a considerar absolutamente imprescindible la imposición de una pena a quien ha cometido un delito tiene que ver con la prevención como supremo valor social, es decir, con la necesidad de desalentar o disuadir las conductas futuras de quienes, eventualmente, podrían enfrentar las mismas circunstancias de quien ya delinquió y causar el mismo daño que él causó. La liberación de Emilio Quiroz ("Madonna"), el dirigente del gremio de los camioneros detenido por haber disparado con un arma de fuego durante los incidentes en el acto del traslado de los restos del ex presidente Juan Perón a San Vicente, y de Hugo Sosa Aguirre, alias "La Garza", el integrante de la banda del "Gordo Valor", condenado a reclusión perpetua por el homicidio de dos custodios de un camión de caudales -sumada a otra condena por el crimen de un sargento de la policía bonaerense-, son dos ejemplos lamentables de la impunidad que reina en nuestro país, que en nada contribuyen a aquel propósito.

Alguna vez dijimos, y hoy lo reiteramos, que quien está purgando sus culpas en una cárcel no es tanto un individuo "condenado por su pasado", sino alguien que está cumpliendo un servicio social en proyección hacia la sociedad del futuro: su prisión servirá para impedir que otros individuos similares a él se sientan tentados de transitar su mismo camino. Esta clase de reflexiones, como alguna vez se dijo, podrían llevar incluso a descubrir cierta vinculación subyacente, estratégica y hasta solidaria, entre quienes equivocaron su camino en el pasado y quienes estarían en riesgo de repetir su error en un hipotético futuro. Pero no avancemos en ese campo, propio del pensamiento penal y jurídico, en el que sin duda habrá espacio para la polémica y el disenso.

La reciente decisión del gobierno nacional de movilizar a la Gendarmería Nacional para reforzar la seguridad en las calles constituye, por cierto, un buen paso hacia el fortalecimiento de las condiciones que permitirán neutralizar los avances de la delincuencia. Bienvenidas esas medidas, que deberán integrarse con las muchas otras destinadas a combatir el delito y a garantizar la seguridad de la población.

La realidad social no será nunca modificada en función de un análisis simplificado y esquemático -o, peor aún, politizado e ideologizado- de la compleja interrelación de las conductas humanas. Una política transformadora en ese campo sólo será eficiente y duradera si ha sido instrumentada a partir de un análisis maduro y no unilateral ni tendencioso del fenómeno de la delincuencia y de sus múltiples causas culturales y sociales.

Tengámoslo en cuenta a la hora de definir las estrategias tendientes a garantizar la seguridad general y el orden público, valores supremos de toda sociedad.

Editorial publicado por La Nación el 120207

Anónimo dijo...

DERECHOS Y GARANTÍAS/21) Restricciones y limitaciones
Vanossi, Jorge R.

La potestad de represión y la seguridad personal: los ideales y las realidades

7/12/2005

Doctrina
SJA 7/12/2005

"La malicia de los malditos fue reforzada por la debilidad de los virtuosos". Winston Churchill

SUMARIO:

I. Seguridad.- II. Los términos.- III. El terrorismo.- IV. Dos dimensiones del problema: a) El Código Penal; b) El sistema penitenciario.- V. Prevención.- VI. Conclusión

I. SEGURIDAD

Al tratarse el tema de la seguridad surge como primera cuestión tener un diagnóstico. Pero, paradójicamente, diagnósticos y radiografías son lo que abunda. Y todos, incluido el nuestro, no difieren mayormente de los demás, describiendo la situación actual como un desborde en el que mejor que hablar de "seguridad" sería más apropiado referirse a "inseguridad", acentuando el debate alrededor de este último más que sobre el primero. Una inversión de los términos que desnuda el orden verdadero de las prioridades... o de los temores. La pregunta que debemos hacer es, entonces, ¿en qué nivel de inseguridad estamos? Es sustancial encontrar respuestas y comenzar a desandar el camino. El público evalúa la ausencia de seguridad como una preocupación dominante luego de la falta de empleo. Coherente con esto, la población civil se arma y asume que la defensa de sus derechos y garantías es tarea personal. Pero lejos de mejorar, la situación empeora ostensiblemente y los desenlaces trágicos en disputas personales o de tránsito aumentan a diario, ya que el temor a ser víctima de un acto delictivo degrada de manera creciente las relaciones civilizadas entre los hombres (1) . A corto plazo es inevitable virar hacia una cultura de la violencia en la que los "vengadores solitarios" concitarán la admiración de todos los amenazados por la falta de seguridad. Probablemente una de las razones que coadyuven a la agudización del fenómeno sea la ideologización del concepto, es decir: la derecha brega por un aumento de la seguridad individual, y la izquierda sospecha que éstas sean sólo excusas para vulnerar los derechos de las mayorías. Sin embargo, la inseguridad afecta a todos, no importa cuál sea su ubicación en el espectro social o político. Enfrentamientos de esta clase son tan improcedentes como discutir si la ribera de un río debe tener o no defensas contra las inundaciones. La ex ministra y diputada socialista francesa Ségolène Royal afirma, con toda razón: "La izquierda debe reapropiarse de temas de la derecha como la seguridad" (2) , mostrando de este modo que el problema ya no es ni de izquierda ni de derecha, sino tan sólo social. Por ende, requiere toda una política arquitectónica o de las denominadas "políticas del Estado"; o para decirlo con otras palabras, es menester llegar a una "codecisión" en materia de seguridad y en materia de garantías.

Éste es un primer aspecto del tema. El segundo es que el concepto de seguridad a secas es un concepto genérico que se refiere más bien a toda una atmósfera, o condiciones generales, en virtud de las cuales se puede gozar de los derechos y hacer efectivas las garantías. En pos de un análisis más concreto de los términos cabe referirse a las acepciones mayormente admitidas. En primer lugar, la seguridad que más nos preocupa a todos, como comunidad, es la seguridad individual, la seguridad personal. Es aquí donde se registran los niveles más preocupantes de inseguridad a causa del creciente desarrollo de la ilicitud y la propagación de las conductas antisociales que se han multiplicado enormemente.

Otra acepción es la llamada seguridad social, que es tan fundamental como la primera. La indefensión frente a los avatares de la vida, tales como la vejez, la salud o la falta de educación, ha llegado a niveles alarmantes. Esta última, la educación, es para nosotros una parte fundamental de la seguridad social, recurrentemente ignorada. En efecto, un país que no garantice la educación básica fundamental, como ocurre con el nuestro, está perjudicando seriamente los derechos y garantías, y por lo tanto la seguridad, de las futuras generaciones. La carencia de educación implica marginalidad, desarraigo, falta de conciencia pública, falta de convicciones políticas, etc. En estas condiciones es totalmente ilusoria una defensa adecuada de los derechos individuales. El conocimiento es poder, y quien no lo tenga carecerá de los recursos necesarios para ser un hombre de provecho en las altamente tecnologizadas sociedades del porvenir. Este fenómeno ya fue percibido por pensadores de los siglos XVIII, XIX y XX; en especial, en nuestro país, el gran Sarmiento combatió toda su vida por estos ideales. Hoy como nunca carecer de educación es sinónimo de exclusión social, aun cuando se posea la capacidad de leer y escribir.

La llamada seguridad del Estado es otra acepción que describe el nivel de vulnerabilidad del país frente a las amenazas externas. Sin estar refiriéndonos a la vieja doctrina de la seguridad nacional, vinculada más a cuestiones ideológicas, debe entenderse aquélla en función de los condicionamientos externos, a veces limítrofes, que pueden perturbar el desarrollo del país.

Por último, la llamada seguridad jurídica se vincula con todas las anteriores, ya que condiciona fuertemente la conducta de los ciudadanos al garantizarles a todos por igual sus derechos y obligaciones. La previsibilidad o calculabilidad jurídica elimina el azar en los posibles desvíos que puedan esperarse en la aplicación del derecho.

En resumen, existen varios significados ligados al concepto abstracto de seguridad: seguridad individual, seguridad social, seguridad nacional, seguridad jurídica, y podríamos dar otros más. Pero con relación a todos ellos, y en particular a la seguridad personal, se comete el grave error de elaborar soluciones a través de enfoques descontextualizados. Estas propuestas desarrollan un criterio universalista que no se compadece con las especificidades de tiempo y lugar. Es decir, son remedios o recetas que pueden haber resultado exitosos en otros momentos históricos pero que difícilmente lo sigan siendo aquí y ahora: tal el caso de las recetas vinculadas con el tema de los delitos, las penas y la forma de encararlos, que se referían a una sociedad con bajos índices de criminalidad o delincuencia y cuando todos ellos estaban aún bajo control. En cambio, eso que en algún momento se pudo haber aplicado, y que a lo mejor daba resultado, conduce hoy a tremendos disparates. Lo mismo ocurre con recetas aplicadas a otras sociedades muy distintas de la nuestra. Suecia, Noruega, Dinamarca o Finlandia tienen las cárceles despobladas por dos razones; primero: los delitos comunes a los que estamos tan acostumbrados se previenen eficientemente y no llegan a consumarse; segundo: si llegan a cometerse son tratados en institutos especiales de rehabilitación en los que se busca rectificar esas conductas, reorientándolas en un sentido social positivo. Por otra parte, las cárceles se reservan fundamentalmente para los relativamente escasos delitos de personas que evaden impuestos o que no cumplen con principios sociales solidarios sobre los que está construido el sistema.

II. LOS TÉRMINOS

Existen expresiones que describen conceptos del derecho que han sido opacados por una suerte de desnaturalización semántica. El uso -o, mejor dicho, el mal uso-, por obra de una voluntaria corrupción del significado, imputable a intereses políticos espurios, es el motor responsable de esa declinación de los términos. Así, se ha instalado una tendencia a demonizar expresiones correctas como "garantismo". Todos defendemos un sistema de garantías. Todos los que somos partidarios del Estado liberal de Derecho, del Estado constitucional de Derecho, tenemos que ser garantistas, ya que se trata de una de las bases fundamentales del derecho, resultado de varios siglos de edificación muy costosa y paulatina. Aun así la palabra ha sido injustamente demonizada, asignándosele una connotación peyorativa y no encomiable, siendo que su denotación más evidente es invocar las garantías dadas por la Constitución Nacional (LA 1995-A-26).


Otro tanto sucede con el vocablo "gestionar". Esta palabra también ha sido marginada, aunque gestión o gestionar es una expresión positiva injustamente descalificada por cierta postura que secretamente abomina de la necesidad de la eficiencia administrativa porque erróneamente la supone antisocial, como si en sus mejores logros los países socialistas o socialdemócratas no hubieran sido eficientes en el desarrollo de sus iniciativas exitosas.


El tema de la seguridad registra también términos condenados por una conceptualización equivocada de los mismos. Tal el caso de "represión". "Represor" ha llegado a ser el peor insulto que se le pueda dar a una persona, tal vez por una comprensible simplificación de su verdadero significado. Montes de Oca, que no era un represor sino un gran jurista y pensador, escribió una obra muy importante, editada en 1888, que se llamó "El derecho de represión". El derecho de represión es el derecho que tiene el Estado a monopolizar ese poder a efectos de aplicar el Código Penal. Es decir, una cosa tan elemental como arbitrar los medios para que se apliquen las sanciones a quien con justicia corresponda hacerlo.


Manuel Montes de Oca recordaba que la represión existió siempre, porque es esencial para la existencia misma del Estado. "El Derecho tiene, entre otros fines, el de hacer posible la sociedad, estableciendo la armonía de sus organismos componentes, armonía que es un Estado natural para la especie humana, pues sin ella sería muy difícil la conservación e imposible el perfeccionamiento..." (3) . "El orden social completo no existe. Él se turba más o menos profundamente por las acciones de los asociados que ultrapasando la esfera de su actividad jurídica, invaden la ajena, y así como el derecho de conservación individual hace que el particular ofendido reaccione contra el ofensor, así también con miras de conservación, la sociedad reacciona contra la persona que la ataca..." (4) .


"La reacción social debe variar en calidad e intensidad, según la calidad e intensidad de la acción perturbadora. Hay acciones que perjudican tan levemente a los terceros que, si es posible, basta la reposición de las cosas a su antiguo estado, y si no lo es, la dificultad se zanja con la indemnización del daño; pero hay otras que conmueven tanto a la sociedad, que es necesario emplear medidas más enérgicas, en las que siempre se tienen en vista los mismos fines, esto es, la conservación, el orden, la defensa de la sociedad...".


El autor citado también observaba: "Entre los numerosos sistemas creados para explicar el carácter de la represión, aparece primero en el orden de los tiempos el sistema de la venganza, que ha encontrado repercusión hasta en la época contemporánea. Puede dividirse en dos: el de la venganza propiamente dicha y el de la venganza purificada, según la expresión de Carrara. El primero, sostenido por Hume, Pagano y otros, puede expresarse con la fórmula dada por Schmalz: en Derecho, la pena no difiere de la venganza. La represión, pues, no es, para sus partidarios, más que la venganza pública o privada puesta en acción. Claro es que en último análisis siempre será la base de esta teoría la venganza privada, porque la vindicta pública es sólo una manera de dar satisfacción a aquélla. El segundo, sostenido principalmente por Luden, se basa también en la venganza privada pero, según él, la sociedad reprime con el fin de evitar que el particular se vengue por sí mismo. La represión podría definirse dentro del sistema, diciendo que es el conjunto de medios tendientes a impedir la acción vengadora del ofendido por un delito. ¿Cuál es el fundamento de estas doctrinas? La venganza es un sentimiento que nos lleva a maltratar a nuestros agresores. Es innato en el hombre y se le encuentra en todos los Estados de civilización. Desde las tribus salvajes hasta las Naciones más cultas, en todas las sociedades ha aparecido el mismo sentimiento y ha tenido en la penalidad un papel de variada importancia, según fueran mayores o menores las tendencias neutralizadoras nacidas de la instrucción y del progreso intelectual y moral. Adair, citado por Tissot, dice haber conocido tribus que, por vengarse, han recorrido mil leguas al través de los bosques, de las montañas y de los pantanos, expuestas al rigor de las intemperies, al hambre y la sed; que es tan violento su deseo de venganza, que les hace despreciar todos esos peligros, con tal de tener la satisfacción de arrancar la cabellera del enemigo, para apaciguar las sombras irritadas de los parientes o amigos, víctimas de un homicidio" (5) .


Y ello es así, porque en sus orígenes la venganza era el derecho y el deber de la persona ofendida y de su familia. Ese derecho y ese deber cesaban por convenciones privadas entre las partes.


Entre los griegos, en los inicios de la cultura occidental, sus dioses eran considerados muy rigurosos, y así era que infracciones no muy graves tenían sanciones muy severas. La lapidación era frecuente, y Esquilo escapó con gran trabajo a la misma cuando se descubrió en sus obras un ultraje al culto nacional. Y Anaxágoras sufrió el destierro por haber contrariado la idea de que el sol era una piedra incandescente.


El Imperio romano enfrentó las amenazas externas e internas con su concepto represivo, por advertir que era indispensable para conservar el Estado.


El cristianismo produjo la atenuación de las penas, al no admitir la teoría general del aniquilamiento del reo, pues la pena debía conducir a su arrepentimiento y corrección. Pero fundamentalmente aportó el principio de igualdad, pues al sostener que todos los hombres son iguales ante Dios, ello llevó a la conclusión de que la pena debía ser la misma para el más encumbrado y el más humilde, el señor y el esclavo, el emperador y el mendicante.


En la Edad Media los bárbaros reconocieron la superioridad intelectual de los vencidos y respetaron su legislación, pero no se sometieron a ella. Por eso durante un tiempo los romanos siguieron rigiéndose por sus leyes inmortales y los bárbaros por sus usos y costumbres. Pero el uso de la represión, aunque por diferentes vías, continuó como herramienta esencial para la nueva forma de organización social.


Desde fines del siglo XV hasta mediados del XVIII el derecho penal tuvo un lento desarrollo. En la Edad Moderna se derribó el edificio feudal y surgió el despotismo del Estado absoluto. La pena fue tomada como elemento esencial para la conservación y la unidad del Estado y del gobierno, amoldándose a la voluntad arbitraria del príncipe. En esa etapa, dice Montes de Oca, "el derecho romano reacciona... ante el derecho medieval, pero las circunstancias hacen más terrible su aplicación, más inhumanas las ejecuciones, más absurdos los procedimientos. La pena capital se difunde y llévase a efecto en medio de crueles torturas que la Iglesia no puede atemperar, pues necesita los mismos medios para contener la producción de un cisma o la propagación de una herejía".


En la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un gran desarrollo del pensamiento, y ello ocurrió también en el campo del Derecho en general y del Derecho Penal en particular.


Sin embargo, en tiempos más recientes, renació la venganza como forma de represión. Montes de Oca recuerda que en los Estados Unidos se vio con frecuencia al pueblo clamar por la muerte de los delincuentes que perturban hondamente su tranquilidad. Y cita como ejemplos casos como el de Cincinati, en que un tal Berber fue condenado por el Jurado como autor de homicidio simple en marzo de 1884; la conciencia pública lo había condenado antes como autor de asesinato; y al conocer el veredicto estalló la ira del vecindario que, cegado por la pasión, acudió en tropel a la cárcel, sacó al malhechor y le dio violentamente la muerte. Y en el caso conocido de Guiteau fue tan vivo el odio despertado por el crimen, que sólo se aplacó cuando el cadáver del asesino fue suspendido en la horca. Montes de Oca se pregunta: "¿Qué es la ley Lynch sino la consagración de la venganza?". Y agrega a continuación que "Tales actos, son, por otra parte, perfectamente explicables". El sentimiento de venganza no "es meramente individual; el dolor del delito se trasmite por simpatía".


Es, quizá, fundándose en estos principios, que han podido hacerse casi sinónimos las palabras represión y venganza por algunos; es, quizá, teniéndolos en cuenta que las legislaciones se han salpicado con los restos de ideas antiguas que en sí encierran el sistema que nos ocupa.


Y Montes de Oca agrega más adelante: "No me refiero exclusivamente al Deuteronomio que contenía hasta una disposición por la cual se penaba al buey matador, ni a las leyes germanas que permitían al ofendido toda clase de excesos contra el delincuente, ni tampoco a las leyes visigoda y ostrogoda que no castigaban, o más bien permitían, la inmediata venganza. Me refiero a las Partidas, que disponían la entrega del esposo adúltero al inocente para que éste hiciera con él cuanto le pluguiera; me refiero a los Códigos actuales que no castigan al autor de atentados contra el pudor sino a petición de la parte lesionada, aun cuando ellos por su naturaleza y por las circunstancias en que se llevan a cabo, produzcan un verdadero escándalo social, un trastorno palmario de las costumbres, una perturbación completa del orden y de la tranquilidad públicas...".


Uno de los más grandes jurisconsultos modernos, Francisco Carrara, en su Programa del Curso de Derecho Criminal, dictado en la Real Universidad de Pisa, escribía sobre la represión estas palabras: "El fin primario de la pena es el restablecimiento del orden externo de la sociedad".


En definitiva, decía Montes de Oca, "la represión es el conjunto de medios que, para conservarse, emplea la sociedad en la persona del delincuente" (ob. cit., p. 90).


Apreciemos qué diferencia existe entre los conceptos arriba señalados y los muy difundidos y altamente politizados que sobre los mismos tópicos se manejan en la actualidad. Hoy no se puede hablar de ninguna clase de represión, ni de la legítima ni de la otra. Sin embargo, es vital entender que cuando se habla de reprimir ciertos desbordes públicos no se pretende penalizar la protesta. De ninguna forma se quiere penalizar la crítica o el reclamo. Por el contrario, se trata únicamente de penalizar el acto sedicioso, el acto de interrupción de las vías de comunicación, el daño a los edificios y a las personas. Reclamar es legítimo, hay un derecho a criticar o protestar que es incoercible. Aquello que se reprime o que se penaliza es lo que está en el Código Penal y en la Constitución. En el art. 22 Ver Texto de esta última se dice que toda reunión de personas que se atribuyan los derechos del pueblo comete delito de sedición. Esto está claro y el delito está en el Código Penal. Los "abolicionistas", y éste es un término muy adecuado porque en realidad apunta a eso, no creen en la utilidad de un Código Penal, no creen en la utilidad de las penalidades o de las sanciones. Proponen medidas sustitutivas que no se atreven a llamar penalidades. Ninguna sociedad ha progresado si no ha sido sobre la base de un sistema de premios y castigos. Todas las sociedades más o menos desarrolladas en distintos estadios de la evolución cultural de la humanidad las han creado. Aunque a veces los premios no se adjudican y los castigos no se aplican. Montesquieu, uno de los padres, junto con Locke, de la doctrina de la separación de los poderes, tiene un párrafo muy luminoso en el "Espíritu de las leyes" que dice: "...lo grave no es que las penas sean leves sino que no se apliquen". No se trataba, ya desde aquella época, de que las penas no fueran suficientemente duras, sino más bien de la impunidad que crea la ausencia de aplicación de las mismas. En la actualidad, mutatis mutandis, y salvando las distancias históricas, de tiempo, de evolución social, también hoy tenemos el mismo problema cuando uno observa la gran cantidad de ilícitos que no son castigados según la ley. En este contexto, es penoso cuando los jóvenes y los niños se preguntan si "todo vale". Creer que da lo mismo portarse bien o mal ya que no son apreciables premios o castigos. Intentar una respuesta convincente es un propósito muy complejo. Decir "Vamos a dar leña" sugiere algunas preguntas: ¿quién va a dar leña? Habiendo perdido el poder público el monopolio de la fuerza, como sucede en la Argentina, lo anterior es casi una incitación a la violencia. De esa violencia han surgido los "piqueteros", una especie de Estado paralelo que fija sus propias normas y códigos, que tiene sus propios sistemas de premios y castigos y practica su propio estilo de negociaciones. En otros países han surgido "escuadrones de la muerte": por ejemplo, en Brasil fueron famosos aunque no solucionaron ningún problema ya que los niveles de criminalidad siguen siendo alarmantes. No fueron ninguna solución porque la solución hubiera sido que el Estado recuperara el monopolio de la fuerza, no para aplicarla brutalmente sino para prevenir, erradicar las causas y tener controlado el fenómeno. Sólo después, y minimizando las arbitrariedades, sobrevendrían las etapas de persecución, juzgamiento, castigo y rehabilitación. Todo ello, dirigido por las instituciones del Estado. Pero el Estado ha perdido ese poder; entonces, obviamente, si decimos "Hay que dar leña", ¿quién la da? ¿La policía, lamentablemente inficionada por los mismos vicios del delito? ¿Los mecanismos de inteligencia, que debiendo preparar el cuadro de situación están distorsionados por tendencias políticas unidireccionales...? Cualquiera sea la respuesta vale un pensamiento que si no es de Borges merece serlo: "En la lucha contra los caníbales está permitido todo menos comerse a los caníbales". La represión debe ser la que señala la ley. Si éste no es el caso y prima la venganza del "Ojo por ojo, diente por diente" bíblico, el acto de hacer justicia pierde la legitimación moral que tiene para reprimir y castigar al acto criminal. Esto equivale a decir que el fin no justifica los medios, por más que en política Maquiavelo haya dicho que "El príncipe puede elegir los medios", pero sabemos que el que elige un medio desproporcionado respecto del fin que persigue está incurriendo, en el mejor de los casos, en el grave error de la irrazonabilidad. Cuando el medio elegido es tan desproporcionado que entra en litigio con los valores que protege, el fin ya no es irrazonable sino mucho peor: es inadmisible. El Estado debe tener el monopolio de la represión y sustanciar rápidamente los procesos judiciales que correspondan: acusación, defensa, pruebas, sentencia, doble instancia (mediante algún tipo de apelación) y, luego, de acuerdo con los resultados, un régimen carcelario adecuado al tipo de condenado.


Las etapas del proceso al que, por la Constitución, todos tienen derecho deben ser cumplimentadas con la mayor celeridad posible, ya que la rapidez en sí misma es una garantía. Si se trata de un inocente, es fundamental que lo antes posible quede libre de toda sospecha. Y si no lo fuera, que reciba la pena adecuada y proporcional a ser cumplida en establecimientos acordes con las exigencias establecidas por la Constitución.


III. EL TERRORISMO


Surge otra cuestión: ¿a quién debe reprimirse? Detectar a los verdaderos responsables no es poca cosa, ya que si se cometen injusticias o abusos se abrirán interrogantes nuevos o polémicas infinitas; como van a ser infinitas, por caso, las provocadas por la muerte dudosa del residente brasileño en Londres confundido por la policía. Ciertamente el gobierno inglés tendrá que tratar de encarar estos temas dentro de un marco que impida su desbordamiento incontrolado. La modalidad adquirida por el terrorismo actual plantea cuestiones imprevistas y de muy difícil solución. Cualquier intento que se haga en su contra afecta la sensibilidad del público, altamente expuesto al enorme tráfico de informaciones periodísticas y de todo tipo. Muy distinto era el fenómeno del terrorismo en otros momentos de la historia. El terrorismo clásico se llamaba "nihilismo" en Europa continental y "anarquismo" en los países latinos de Europa y América. Se trataba de atentados individuales a grandes personalidades del momento. Atacaban a Humberto 1º, al presidente de Francia Sadi Carnot, al rey de Yugoslavia cuando llegaba al puerto de Marsella, al jefe de Policía porteño Ramón Falcón, al zar Alejandro III, etc. Pero ahora el enemigo es invisible, ubicuo, perteneciente a diversas nacionalidades y que ataca sorpresivamente a países desprevenidos, que a veces son los de su propia pertenencia. Por ejemplo, los responsables del atentado a los subterráneos londinenses eran fundamentalistas musulmanes nacidos en Inglaterra. Tampoco es selectiva la elección de víctimas agredidas por el terrorismo. Seguramente ningún alto responsable político, empresarial o militar de los Estados Unidos murió en el ataque a las Torres Gemelas de Manhattan. ¿Murió algún gran banquero, algún potentado? ¡No! Las víctimas fueron empleados inocentes que a esa hora estaban llegando a sus oficinas para empezar a trabajar frente a sus computadoras... En Atocha: ¿Murió algún jerarca del poder político que sea, del partido que sea? ¡No! Sólo gente humilde, modesta, pobre o de clase media baja que viajaba hacia sus oficinas, comercios e industrias a comenzar su día laboral. Gente que estaba utilizando un subterráneo o un ómnibus, es decir, gente absolutamente ajena a lo que podría ser la supuesta venganza de supuestas hegemonías económicas, políticas, religiosas, o lo que fuera, de supuestos opresores.


Existe un problema cultural que hace más difícil la cuestión. Karl Popper (gran pensador liberal) se preguntaba "cómo convencer por la lógica a quienes se conducen con un sistema de razonamiento que no tiene nada en común con el nuestro", es decir: ¿Cómo vamos a convencer, a persuadir, a tratar de reorientar por vías de la lógica a individuos que tienen criterios de análisis, concepción y valores que son francamente ajenos al nuestro? Nosotros defendemos la vida y esos fundamentalistas (sean religiosos o políticos), la muerte. Notemos un curioso fenómeno: cada vez que se inmola uno de estos nuevos kamikazes, sus familias no están de duelo ni lloran por tan desesperado acto de muerte, sino que, por el contrario, celebran una gran fiesta con gran algarabía, ya que el joven que se ha inmolado lo ha hecho en aras de Dios, que los acoge en su seno como un mártir heroico.


Nuestra cultura es marcadamente distinta. Defendemos la vida desde la concepción hasta la muerte. Estamos en contra de la eutanasia y en contra del aborto indiscriminado, en contra de cualquier forma de lesionar la vida, incluso contra la pena de muerte.


¿Cómo compatibilizar esto con los que están en una contracultura o anticultura? Hay libros recientes muy polémicos sobre el tema. Huntington, por ejemplo, transita el punto de vista académico de la cuestión. Tiene gran profundidad sociológica y un enfoque muy sólido, con el cual sin duda se puede disentir, pero en el que expone un hecho dramáticamente familiar que ha dado en llamar "choque de culturas". En otro nivel, más periodístico, está Oriana Falacci, en cuyos libros sostiene una suerte de contrafundamentalismo radical, muy polémico en su formulación, pero que deben ser leídos, ya que utilizando un lenguaje muy sencillo se apoya en hechos rotundamente actuales.


¿Dónde está la solución a estos trágicos enfrentamientos? Todos quieren superar la inseguridad; la disidencia viene en el cómo hacerlo. Frente a esto es obvio que existe una pluralidad de causas. Orgaz decía que "en la historia no hay monismos causales", y esto también se aplica a fenómenos como el de la inseguridad. Es un reduccionismo absurdo transferir todo a una causa única, por ejemplo: "La culpa está en la pobreza", "La culpa la tiene el fundamentalismo religioso", "La culpa la tiene el subdesarrollo", etc. Todas éstas son causales coadyuvantes, pero también la falta de educación, el enorme déficit en el desarrollo educativo es una causa poderosa, como también lo es la violencia que se ejecuta vengando a otra y la siguiente a aquélla, imbricándose el conjunto en una espiral de ataques y represalias que se retroalimentan en enfrentamientos interminables. Podríamos seguir enumerando causas endógenas y causas exógenas, causas locales, causas regionales, causas internacionales, etc. Lo cierto es, resumiendo, que no se ha elaborado un plan que permita afrontar esta problemática en lo que respecta a la Argentina (y el gobierno actual tampoco lo tiene). No hay planes, y no hay ministros que hayan durado lo suficiente en las áreas de seguridad y de justicia como para pergeñar soluciones eficientes.


IV. DOS DIMENSIONES DEL PROBLEMA


a) El Código Penal


Consideremos dos áreas directamente vinculadas con la seguridad: el Código Penal por un lado y sistema penitenciario por el otro. Al primero se le siguen haciendo remiendos desde 1921. Como todos saben, su autor, Rodolfo Moreno, fue un destacado diputado conservador, gran jurista, profesor y penalista; pero ya en la década del '30 se proponía en el Congreso reemplazarlo por otro. También José Peco, notable profesor de Derecho Penal en la Universidad de La Plata, presentó un proyecto de reforma sobre el mismo tema. En fin, Jorge E. Coll, que fue ministro de Justicia del presidente Ortiz, junto con Eusebio Gómez, otro importante profesor de Derecho Penal, hicieron lo propio para reemplazar in totus el Código, porque entendían, y tenían razón, que el Código Penal no puede ser remendado ilimitada y permanentemente. El Código Penal es una unidad sistémica que responde a una filosofía totalizadora que, como es lógico, se irá degradando a medida que se sigan agregando parches. A diferencia de otras normas, en las que un error en una palabra no causa mucho daño, en el Código Penal casi una sílaba puede ser fatal, una mala traducción de un texto extranjero puede ser fatal, una coma mal puesta puede ser fatal. La expresión "secuelas del juicio", a raíz del problema de la prescripción que se planteó a comienzos del año 2005, es un término que grafica paradigmáticamente la importancia textual del Código. Dicha expresión no estaba en el Código Penal, no estaba en el proyecto de Peco, pero sí estaba en el proyecto de los Dres. Coll y Gómez, de donde la tomó el peronismo mediante una reforma en el año 1949. Ésta era una ley ómnibus donde, entre otras cosas, emergió el delito de desacato como arma persecutoria cuando se hablaba en forma irrespetuosa del presidente y de los ministros. Preguntado Coll qué significaba "secuelas del juicio", respondió que "eso lo puso Gómez", ¡adjudicándole la culpa al coautor...!


El peronismo intentó, por su parte, la redacción de un nuevo Código Penal, que en este caso elaboró el Dr. De Benedetti. El último intento serio fue en la presidencia del Dr. Arturo Frondizi, que le encomendó al. Dr. Sebastián Soler, uno de los penalistas más ilustres, la tarea de elaborarlo. Soler era un hombre de origen liberal y tenía formación de la escuela alemana clásica, pero habiendo sido destituido Frondizi fracasó también esa iniciativa. Todos ellos eran proyectos que partían de bases sólidas y que preveían reemplazos completos del texto, contemplando además nuevas figuras delictivas (como debería acontecer hoy con los delitos informáticos, para los que falta una legislación adecuada, puesto que es un fenómeno nuevo imposible de prever en anteriores formulaciones del Código).


En otros tiempos se intentaba solucionar el problema ¿Qué hacemos hoy en vez de eso? Parches sobre parches y más parches... Alguien hizo el cálculo de que desde 1921 hasta hoy han sido cerca de novecientas modificaciones. En esta avalancha de reformas ha habido oportunidades en las que se cometieron contradicciones tremendas: por ejemplo, hubo un momento en que el robo de un automotor tenía pena mayor que un homicidio. Este verdadero absurdo implicaba que la vida era un valor menos protegido que la propiedad de un vehículo. Este tipo de problema, que muestra palmariamente que el Código Penal es una estructura unitaria, en gran medida indivisible, sucede debido al apuro con que a veces se legisla. Éste es el caso de las llamadas "Leyes Blumberg", que, independientemente de la justeza de su reclamo a raíz de su terrible tragedia personal, no estuvieron suficientemente analizadas debido a la premura con que fueron sancionadas. En esta forma se aprobaron leyes penales casi sin estudio, corriéndose el riesgo de que en pocas semanas fuera necesario corregir o rectificar cosas que de otro modo era posible que acabaran en tremendos errores judiciales. En su momento no fueron utilizados los siete días de plazo que sabiamente dispone en Reglamento de la Cámara de Diputados de la Nación para el estudio de los despachos de comisión. Este interregno, que estimamos es absolutamente indispensable en materia penal, permite formular observaciones o disidencias que frecuentemente son constructivas, porque al plantearse ciertos reparos no se está contra la idea, sino a favor de formularla correctamente. Cualquiera sea el caso, equivocarse no es bueno, pero el error en materia penal es un hecho gravísimo. Están en juego el honor y la libertad de las personas, la seguridad jurídica, el sistema de garantías, etc. En definitiva, es necesaria una reforma del Código Penal que se realice con la participación de una amplia gama de opiniones profesionales. Al respecto es digno de encomio el esfuerzo del ex ministro Rosatti, quien precisamente puso en funcionamiento una comisión de especialistas en derecho penal. Sin embargo, este empeño adoleció de un enfoque excesivamente homogéneo que limitó los alcances doctrinarios que podría tener el mismo proyecto llevado a cabo por penalistas de distintas corrientes y escuelas. Es importante una mayor representatividad, donde tenga cabida cada expresión doctrinaria del derecho penal. Pero lamentablemente no ha sido así.


También queda la duda de si realmente conviene reunir una comisión numerosa como la convocada por el Dr. Rosatti o encargarle la redacción a un pequeño grupo o a una figura en particular, tal como fue la tentativa del Dr. Sebastián Soler mencionada más arriba. En ambos se impone la participación posterior de una comisión que formule observaciones luego de intensos debates o de consultas a entidades especializadas en la materia.


b) El sistema penitenciario


La otra dimensión del problema es el sistema penitenciario. La presencia deficitaria del Estado en este terreno ha llevado al mismo a un punto extremo de colapso. Debe encontrarse una solución que encare tanto su reorganización como la construcción de nueva infraestructura. Los recursos materiales, tanto como los humanos, han sido largamente olvidados, haciéndose caso omiso a los notables avances realizados en esta área tan vinculada a la seguridad de las personas. El tratamiento que reciben los reclusos contradice lo establecido por la Constitución y los numerosos pactos, convenciones y tratados internacionales suscriptos por la Argentina y que tienen ahora jerarquía constitucional (6) , convirtiendo a los condenados en víctimas de un sistema de vejaciones incalificables que -lejos de recuperar- perfeccionan al mundo del delito.


Cuando éramos estudiantes existía la Penitenciaria Nacional de la avenida Las Heras. Ese enorme predio, que ahora en parte es una plaza, reunía a un grupo de instalaciones en las que se disponía de escuela, biblioteca, talleres de oficios y artesanías, etc. y una organización que le daba a los internados posibilidades de reinserción en el mercado laboral, visitas sociales y actividades culturales. Este complejo se demolió para ser reemplazado por la cárcel de Caseros y dos o tres establecimientos más. Estas nuevas edificaciones, evidentemente, no estuvieron a la altura de aquélla, ya que algunas de ellas fueran clausuradas o derribadas en breve plazo luego de un relativamente corto período de operación. Como en tantas otras ocasiones, se destruye algo que existe y funciona para ser reemplazado por algo inapropiado que no mejora ni reemplaza lo destruido. No llama la atención, puesto que en materia de establecimientos penitenciarios no ha habido una política coherente por parte de las autoridades desde hace mucho tiempo. Se han planteado soluciones, pero, claro está, debe acertarse en la viabilidad de las mismas. El Estado no tiene dinero, de modo que construir lisa y llanamente todos los establecimientos que faltan, con los modernos adelantos que se registran en la materia, es poco menos que imposible. Sin embargo, cualquier plan inteligentemente diseñado tendría que contemplar, en primer lugar, la construcción por separado de establecimientos para encausados y condenados. La experiencia penitenciaria muestra la gran importancia que tiene para la recuperación de quien ha delinquido el hecho de separar los condenados de aquellos otros cuyos procesos se están tramitando. Es por lo menos una irresponsabilidad criminal por parte del Estado que en la población carcelaria de la Argentina exista un 44% de detenidos no condenados (7) , que según nuestras leyes se presumen inocentes. Naturalmente, hay que tener, además, establecimientos separados para mujeres y para hombres; pero, aún más importante, hay que tener establecimientos separados para menores y mayores. Debe contarse con establecimientos de rehabilitación especiales para delincuentes con características de recuperación muy diferenciadas. Es decir, la rehabilitación del delincuente puede ser fácil o compleja, posible o imposible, peligrosa o no, pero no pueden ser mezcladas las metodologías de tratamiento utilizada para cada uno de esos tipos de situaciones. Sin contar el hecho de que, según estadísticas mundiales, los trastornos mentales en las poblaciones carcelarias son mucho mayores que entre la población en general. Si bien existen hospitales psiquiátricos de seguridad para pacientes que han cometido delitos, muchos condenados residentes en cárceles comunes son enfermos afectados por distinto grados de locura a los cuales no se les ha diagnosticado padecimiento mental alguno (8) .


Las cárceles tampoco se pueden construir en cualquier lado. Por ejemplo, los encausados cuyos procesos se están tramitando en un tribunal de la ciudad de Córdoba deben estar a corta distancia de éste, no en Buenos Aires, ya que pueden ser necesarias indagaciones, ampliaciones de la indagatoria, careo con testigos, comparencias ante el tribunal, etc. Además, los jueces que controlan la ejecución de las sentencias tienen que disponer de facilidad de acceso que les permita monitorear el cumplimiento adecuado de las mismas, sin excesos ni omisiones. No olvidemos que el art. 18 Ver Texto CN., que termina diciendo: "Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ella, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice", indica a las claras que los condenados también tienen derecho a la seguridad. Sabemos, sin embargo, que las cárceles son los sitios donde menor seguridad hay y en los que se violan flagrantemente las disposiciones constitucionales. Los encarcelados, hacinados indiscriminadamente, sufren vejaciones sexuales, son iniciados en la droga, son arrastrados a participar en delitos que se cometen en o desde las cárceles. La superpoblación carcelaria predispone a la aparición de reyertas y motines que convierten al establecimiento penal en un verdadero campo de muerte. En ambientes cargados de una fortísima estática de odios y revanchas, la más pequeña chispa, sea ésta justificada o no, provocada o casual, arrastra a los cientos o miles de reclusos penosamente amontonados a orgías de violencia desesperada. En octubre de 2005 asistimos a un trágico motín ocurrido en el penal de Magdalena en el que murieron 33 presos víctimas de asfixia provocada por la quema de colchones. La revuelta estalló presumiblemente por la negativa de las autoridades ante el pedido de una extensión en el horario de visitas (9) , pero podría haber sido cualquier otro motivo, que el resultado hubiera sido el mismo.


Puesto que el Estado no tiene recursos para dar una solución integral y rápida del problema, y siendo éste apremiante, deben arbitrarse soluciones alternativas, de las que, por fortuna, existen varias. Una de ellas, que se ha utilizado en algunos países de Europa en momentos en que la población de condenados aumentó peligrosamente, fueron las llamadas "cárceles containers". Estas cárceles consisten en una suerte de vagones de pasajeros que permiten que sean trasladados de un lugar a otro. Otra es la llevada a cabo en Chile (10) , que incluye una cuota de innovación sumamente interesante. Estos emprendimientos son una suerte de joint ventures entre el Estado y los particulares. El gobierno y las empresas de construcción se unen por un convenio en virtud del cual el primero no invierte recursos inicialmente. La industria edifica los establecimientos de acuerdo con el modelo que el Estado impone. Posteriormente el sector privado, partícipe de la construcción, se ocupa del mantenimiento, alimentación, higiene, salud, etc., mientras que el Estado lo hace con la seguridad. El costo de la construcción es abonado por el Estado a través de los años. Mientras que la industria realiza un negocio productivo, el Estado no se ve forzado a desembolsar grandes sumas que sólo con créditos externos podría afrontar. Según nuestra experiencia, ésta es una buena solución que debiera estudiarse a fondo, recurriendo a la veteranía lograda en el país hermano.


Otras soluciones posibles, que están descartadas por el momento, son utilizar edificios desafectados por las Fuerzas Armadas, por otra parte reducidas hoy a su mínima expresión. Este enfoque adolece de muchos inconvenientes, entre los que debe considerarse en primer lugar la costosa adaptación de estas instalaciones al uso carcelario. Menos aún resuelve el problema utilizar calabozos policiales, que indudablemente no están hechos para albergar por largo tiempo a detenidos con causas en proceso, lo que además perjudicaría el normal desenvolvimiento de la Policía.


Cualquiera que sea la respuesta al problema penitenciario, ésta debe pensarse e implementarse a la brevedad ya que la población de detenidos en establecimientos penales se ha duplicado en los últimos siete años, pasando de 30.000 a 65.500 internos (11) . Estas cifras no pueden hacer otra cosa que agudizar la situación, convirtiendo en papel pintado las prescripciones constitucionales sobre el tema. Si éste es el caso, llegará el momento en que una ola de descrédito mayor ensombrecerá el accionar de la justicia y, lo que es peor aún, no existirá forma civilizada de combatir las conductas antisociales, ya que o bien no habrá lugar para alojar a los delincuentes o, al seguir encarcelando gente, se cometerán delitos más graves que los que se intenta castigar. Estamos, pues, ante una situación outstanding, en las dos acepciones del término, o sea, un caso excepcional y, al mismo tiempo, una tarea pendiente. ¡Todo un desafío!


V. PREVENCIÓN


En el arco de aspectos concurrentes que hacen a una sociedad segura no ocupa un lugar marginal el de la prevención. En efecto, adelantarse a la comisión de los hechos es primordial, y en tal sentido un recurso muy importante es la inteligencia que se desarrolle sobre los mismos. Detectar bandas, mafias y organizaciones criminales antes que éstas se afiancen es buena parte de la lucha para contrarrestarlas. Y son estas modalidades delictivas, las que peores daños producen. Corrupción en las instituciones públicas, narcotráfico, lavado de dinero, escándalos financieros, etcétera; todas estas expresiones delictivas no serían posibles sin una estructura organizada muy difícilmente impermeable a las oficinas de inteligencia del Estado. Algunas de estas manifestaciones criminales han alcanzado las funciones de gobierno en tal forma que ya no son noticia, al menos no son buenas noticias, ya que nuestro país es noticia por algo tan penoso como ubicarse entre los países más corruptos de la tierra (12) . En otras épocas los funcionarios públicos culpables de corrupción utilizaban sus últimos arrestos de hombres de honor para suicidarse, tal como en el caso del diputado Guillot, imputado en el negociado del Palomar a fines de la década del '30. Antes el corrupto era un funcionario aislado que la sociedad segregaba una vez que era individualizado. Hoy día muchos delitos son cometidos por bandas que están en el poder, o cerca del poder o amparadas por el poder, y que, merced a eso, tienen la posibilidad de operar asegurándose un total nivel de impunidad.


Habíamos dicho que una parte de la lucha contra la corrupción era detectar las organizaciones que delinquían; la otra es disponer de instituciones republicanas fuertes que aseguren el condigno castigo, especialmente a quienes violan la ley desde sus cargos públicos. No es casualidad, como es señalado en una reciente nota periodística (13) , que los países con mejor ubicación en las encuestas de transparencia son a su vez los que, según otros estudios internacionales, gozan de las instituciones políticas más sólidas. La ausencia de corrupción es eficiencia en los manejos públicos y privados. Los controles administrativos en general llegan a ser más sencillos y ágiles, puesto que quienes participan en esas tramitaciones pueden estar seguros de la protección brindada por las leyes y las instituciones del país. En este momento debemos mencionar nuevamente el papel fundamental de la seguridad jurídica, ya que no otra, sino ella, es quien obra como participante ubicuo en todas las transacciones públicas y privadas, asegurando a las partes el cumplimiento estricto e inevitable de las leyes. La ausencia de ésta facilita la evolución de conductas delictivas que se perpetúan como mutaciones biológicas en un medio ambiente en las que se reproducen sin contención de ninguna especie (14) .


VI. CONCLUSIÓN


Muchos más issues podríamos agregar a los ya puntualizados. Pero todo es interdependiente. Y también dependiente del éxito del grado satisfactorio de mejoría que a criterio de la sociedad se perciba como una "sensación térmica" de aliento en el perpetuo camino hacia la justicia y la no menos permanente marcha hacia el retroceso de la impunidad. Creemos que con ideas claras y planes coherentes, si se vuelca la voluntad política a favor de un cambio cualitativo en la política de combinación armónica entre los resguardos de la seguridad personal y las herramientas legales de la potestad constitucional de represión como función privativa del Estado, los cambios rendirán sus frutos. ¿En cuánto tiempo? ¿Antes o después de las celebraciones del bicentenario de la Revolución patria? Es difícil el cálculo cronológico, pero no es desatinado inspirarse en las sabias palabras de Winston Churchill expuestas en sus "Memorias de guerra", cuando confesaba: "Al elegir a los generales no pienso en los resultados, sino en la calidad del esfuerzo que habrán de poner". Hete aquí la cuestión: con buenos recursos humanos -doblemente capacitados de idoneidad ética e idoneidad técnica- podremos obtener juntamente con la sumatoria de los recursos materiales (económicos y culturales) los niveles deseables de una seguridad personal que nos aleje del bochorno de la jungla predominante hasta hoy.


Si damos una mirada al "Diccionario de la lengua...", de la Real Academia Española, comprobaremos que por "abducción" se entienden dos cosas: a) el silogismo cuya premisa mayor es evidente y la menor menos evidente o sólo probable; y b) el movimiento por el cual un miembro u otro órgano se aleja del plano medio que divide imaginariamente el cuerpo en dos partes simétricas. También puede entenderse como un "rapto". Es "abductor" el capaz de ejecutar una abducción. ¿A qué viene esta remisión semántica? Pues al hecho evidente de que uno o varios o sucesivos "abductores" han conducido al resultado de la notoria anemia que padece la seguridad personal como consecuencia del indetenible vaciamiento de la potestad que el pueblo delegó en el Estado a los fines de asegurarle o garantizarle a éste que mediante el monopolio de la fuerza pública, con prevención e inteligencia, quedaran protegidos los derechos y los valores jurídicos tutelados por las disposiciones del orden constitucional legítimamente establecido.



NOTAS:

(1) "La inseguridad y la cultura de la violencia", "Clarín", 20/10/2005. En otro editorial, titulado "La circulación de armas de fuego", "Clarín", 29/10/2005: "La proliferación desenfrenada de armas de fuego entre la población civil es, en toda América Latina, una contracara del debilitamiento estatal en sus funciones básicas de proteger la vida de las personas, controlar la violencia y mantener el orden público. También es una causa y una consecuencia, a la vez, de la creciente inseguridad en las grandes ciudades y sus abigarrados cinturones periféricos, allí donde más exasperantes son las desigualdades e injusticias sociales. Extensas áreas territoriales quedan así a merced de organizaciones fuera de la ley y poderes fácticos que controlan el tráfico de drogas y de armas. Brasil es el país que más sufre el armamentismo civil y tiene la más alta tasa de homicidios. Por ello, el gobierno convocó a la sociedad a un referéndum sobre la prohibición de la venta de armas que fue intensamente debatida durante los últimos meses. Pero el resultado fue adverso: una mayoría contundente del 64% se pronunció en contra de dicha restricción. Esto no significa que la población esté a favor de la libre circulación de armas. Puede interpretarse, más bien, como una expresión más de la indefensión que sienten importantes sectores sociales y la desconfianza que existe en la capacidad de las fuerzas públicas de seguridad de ofrecer protección. Este sentimiento de indefensión encuentra en la posibilidad de armarse en defensa propia una lógica racional desde el punto de vista individual. Pero la sumatoria de estas conductas, sin el fortalecimiento de la ley y del Estado en el combate al delito, deriva en una acción colectiva que reproduce la espiral de inseguridad tan temida. El rechazo de la gente a la prohibición de la venta de armas en Brasil puede interpretarse como una expresión más de la indefensión que sienten importantes sectores sociales y la desconfianza hacia las fuerzas públicas de seguridad".


(2) Royal, Ségolène, "Donne al potere? Più facile a destra", "Corriere della Sera", 12/10/2005.


(3) Montes de Oca, Manuel, "El derecho de represión", 1888, Imprenta de Pablo E. Coni e Hijos.


(4) Montes de Oca, Manuel, "El derecho de represión" cit., p. 46.


(5) Montes de Oca, Manuel, "El derecho de represión" cit., ps. 50, 51, 52.


(6) Art. 75 Ver Texto inc. 22 CN.


(7) En la provincia de Buenos Aires ese porcentaje sube al 75% y en la cárcel de Magdalena, al 90% ("La Nación", 23/10/2005).


(8) Canoura, Cristina, "Búsqueda", Montevideo, 6/10/2005, ps. 32 y 33.


(9) "La Nación", 16/10/2005. Por su parte, "La Prensa", 27/10/2005, dedica un editorial del siguiente tenor: "Detrás de las tragedias. Siempre que un grave suceso ocurre en un penal, surgen variadas promesas, como la construcción de cárceles que nunca llegan a solucionar el problema de fondo. Las reacciones parecerían ser simplemente el natural producto del cimbronazo recibido o bien por un espasmódico ejercicio de la más vacía reflexión. Cada vez que en un instituto carcelario se produce un desorden de magnitud y, por supuesto, mucho más cuando es con consecuencias trágicas como el ocurrido recientemente en Magdalena, surgen las voces que reclaman soluciones prontas así como se advierten los silencios que esconden responsabilidades por antiguas promesas incumplidas. Este esquema no obedece a un criterio nuevo sino a una falencia histórica, de hace medio siglo, a partir de los trascendentales motines en el penal de Villa Devoto, o en Junín, o Batán, o en cualquier lado. Hay una secuencia caprichosa, plena de mendacidad, que así como surge con grandes llamaradas, pronto son brasas que se extinguen con el valor del olvido. El motivo responde a un mismo repertorio: códigos que los internos dominan por estímulo de los propios servicios penitenciarios que después resultan impotentes para sofocarlos; promesas de reducción de penas en los finales de año; el hacinamiento y el natural descontrol sobre la actividad tanto de condenados como de procesados; falta de decisiones judiciales en tiempo y en forma; tráfico de drogas y de influencias con mal desempeño de los funcionarios de los establecimientos penales; motines; fugas; organización de hechos delictivos desde el interior de las mismas cárceles mediante sofisticados sistemas de comunicaciones libremente en poder de los internos; el delito cada vez más organizado; la impunidad. No hay variantes. Y no las hay porque sabiéndose cuáles son las soluciones, no se las busca ni se las concreta, aun cuando siempre, invariablemente, a los grandes escándalos les siguen anuncios de construcción de por lo menos cinco u ocho o quizás diez cárceles nuevas de máxima seguridad que, con mucha suerte, sólo terminan construyéndose una, dos o tres a lo largo de muchos años y sin solucionar, obviamente, el problema de fondo. La única verdad es que no hay una política en materia carcelaria, independiente del índice delictivo siempre en aumento, porque se necesitan más establecimientos para alojar a los delincuentes antiguos sin pensar en los nuevos que habrá a corto plazo y con carácter de indefectible. Tampoco se puede llevar a cabo la práctica de una nueva capacitación del personal profesional carcelario en todos sus niveles, porque una cosa es la teoría que se enseña y otra la práctica que dista mucho de la esencia de aquélla. Lo penoso es que lo ocurrido en Magdalena hace tan sólo unos días, así como lo que pasó hace muchos años, volverá a producirse porque no hay un sistema de prevención de los sucesos, de anticipación, sino el inútil reaccionar después que ellos han ocurrido. Hay que hacer mucho y pronto para revertir esta tendencia que desnaturaliza el rol de la ciencia de la resocialización del penado en una sociedad que pide vivir con más coherencia".


(10) Este sistema se ha aplicado también en otros países. El modelo utilizado por Chile fue desarrollado en Canadá, aunque sin duda es el ejemplo chileno el que mejor se aproxima al de nuestro país.


(11) "La Nación", 23/10/2005.


(12) La Argentina tiene, según un sondeo realizado por Transparency International (TI.), el puesto 97 en el ranking de corrupción creciente, con un puntaje de 2,8, en una escala de transparencia perfecta = 10 y corrupción perfecta = 0. Tenemos el dudoso honor de estar en el lote de países por debajo del promedio para América Latina (3,54), y por supuesto del mundo (4,11). Cabe acotar que nuestros hermanos y vecinos Chile y Uruguay registran 7,3 y 5,9, respectivamente ("La Nación", 19/10/2005).


(13) "La Nación", 19/10/2005.


(14) Vanossi, Jorge R., "La `seguridad jurídica' y el `Estado de Derecho' en una democracia constitucional: las `condiciones' y los `condicionamientos'", ED, n. 11370, 25/10/2005.

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