EL OBISPO DENUNCIO QUE
HAY CRISPACION Y MISERIA
Como actitudes inscriptas en un largo decurso, la imposición y la intolerancia sobrevuelan constantemente en nuestra sociedad. La imposición alude al ejercicio hegemónico del poder. Si bien el ejemplo más sencillo para entender esta concepción del mando ejecutivo es aquel que atañe al comportamiento y a la conducción centralizada de los actuales gobernantes, a poco que se escarbe en la entraña de los conflictos y armonías, como quería Sarmiento, se podrá advertir que ese ánimo impositivo, incapaz de atender razones y de compartir otro punto de vista, impregna a todo tipo de instituciones. Desde abajo hacia arriba, la hegemonía circula por todas partes.
El reverso de la imposición es la intolerancia. No faltará quien aduzca que mutatis mutandi, la Argentina ha sido, a lo largo del siglo XX, un país más tolerante en comparación con sus congéneres europeos. Aquellos gajos de la civilización que soñaba trasplantar Alberdi desencadenaron, en la última centuria, el exterminio en masa producido por las guerras y la dominación totalitaria.
Sin embargo, qué duda cabe, en una escala más circunscripta, también nosotros hemos rendido tributo, en especial en la década de 1970, a ese montaje perverso teñido de sangre que disparó el terror recíproco. La intolerancia cosechó así el fruto amargo de la eliminación física de quien se consideraba enemigo. Vieja historia con el vestuario y el lenguaje de nuevos protagonistas.
Ese pasado jamás podrá abolirse del todo. No ocurre en Europa y tampoco acontecerá aquí, entre otras cosas porque la Argentina cultiva el encono con mucho más ahínco que otras sociedades cercanas (por ejemplo la uruguaya). Pero lo menos que podríamos esperar de una democracia madura no es tanto que una ley de amnistía busque olvidar lo que para muchos grupos sociales no puede olvidarse, sino que la ciudadanía delimite el campo en el cual dirimir en paz nuestras diferencias sobre la base de la argumentación racional. Nada de esto acontece en estos días. Al contrario, la pasión y la ceguera que se esparcen por la esfera pública fabrican enemigos y envuelven la palabra en un clima belicoso.
Siempre volvemos, desde hace siete años, a las mismas preguntas, como si últimamente nada hubiese pasado en materia electoral: ¿quién es el enemigo? ¿cómo atacarlo? ¿cuál es el método más eficaz para difamarlo?
En varias pistas de este espectáculo, a la vez dramático y circense, están los periodistas y los medios de comunicación, no pocos integrantes de la administración de justicia y, en el fondo de la escena, los partidos de oposición, quizá porque a estos últimos el Gobierno no les otorga aún la suficiente entidad para enfrentarlos a título de enemigo principal. De poco han servido los llamados al consenso para producir leyes (ni hablar de los acuerdos de gobernabilidad) que, naturalmente, si primase algún atisbo de lucidez, deberían ir formándose entre un Gobierno sin mayoría y un Congreso dividido. De poco y de nada..., mientras la opinión interesada asiste a un combate en torno a reglamentos y chicanas que nadie, salvo los entendidos en estos arcanos parlamentarios, alcanza a comprender.
Esto es lo que por ahora pasa en el ámbito del Congreso. En la calle, en cambio, hay otra historia. A la vista de tanto círculo vicioso, se trata de una historia repetida, amalgama de escraches, infundios anónimos y presuntos juicios populares. Lo venimos comentando en esta página desde hace tres lustros. En el repertorio de nuestras conductas hay escraches buenos y escraches malos, según quien sea el depositario de estas acciones. Unos escraches son justos; otros injustos, al modo de unas distinciones que van fijando las líneas de un campo de batalla.
Algún escéptico podrá avanzar la idea de que, en la perspectiva de una historia de larga duración, hemos avanzado un trecho, porque antes el asunto se dirimía con tortura y a balazos, y ahora por medio de gritos, huevos, harina, empujones, atropello, sillazos y simulacros de juicio. Bendito consuelo: tal vez haya alguna razón en ello, siempre y cuando se admita que la técnica del escrache nos coloca inevitablemente en el filo de la navaja, sin saber en qué momento se avanzará un paso más en esta escalada que se impulsa desde diferentes sitios, entre ellos aquellos que giran en torno del poder. En este sentido, el comportamiento es de sobra conocido: se dice una cosa y se hace otra.
Estamos pues chapoteando sobre un humus intolerante, abonado por brotes de fanatismo que hacen eco a lo que decía Montesquieu. Si parafraseamos lo que él aducía cuando se refería a los integrismos religiosos, podríamos advertir que toda ideología oprimida con vocación de totalidad, cuando sale de esa situación, busca convertirse en opresora. Esto se asemeja peligrosamente a las ráfagas que soplan en estos días, impulsadas por una versión elemental de la justicia en tanto máscara que encubre apetitos de venganza.
Convengamos, sin embargo, para no hacerle juego a la polarización actualmente en curso, que no hemos llegado al punto extremo de la opresión (y no creo que lo hagamos mientras se mantenga en pie nuestra democracia). No hay en efecto régimen opresivo, como muchos sostienen con una ceguera simétrica, pero en lo que sí estamos enredados es en la práctica de una suerte de derecho a la intolerancia prohijado, en nombre de la libertad de expresión, por las más altas autoridades. A ese pretendido "derecho a la intolerancia" Voltaire lo calificaba como "absurdo y bárbaro".
Hay que andar con cuidado para no tropezar, a la vuelta de los siglos, con los mismos obstáculos. Si hemos recordado el siglo XVIII -el período donde nacieron varios de los conceptos de libertad puestos en marcha entre nosotros hace doscientos años-, acaso convendría consignar que, entre las fuentes del fanatismo que enumera el artículo de la Enciclopedia correspondiente a esa palabra figura el "uso de castigos difamatorios".
Felizmente, en la Argentina ya no se mata por razones políticas ni se envía arbitrariamente a prisión por los mismos motivos. Superado ese capítulo lúgubre, se emplea más bien una estrategia verbal que consiste en apelar a una facción movilizada para juzgar y castigar simbólicamente.
Es un jacobinismo edulcorado, sin comités de salvación pública ni guillotina, consagrado a convertir la trayectoria de cada uno (ahora les ha tocado en suerte a los periodistas) en un prontuario policial. No interesa aquello que se dice en términos racionales y qué argumentos en consecuencia se esgrimen. Interesa, al contrario, detectar el "lugar" desde donde se habla o escribe para descalificarlo al instante mediante una inapelable interpretación del pasado.
Habría que preguntarse si esta atmósfera ayuda a consolidar las instituciones del Estado de Derecho. Definitivamente no, a causa de los errores e infundios que se ponen en circulación y del equívoco que supone aplicar un concepto hegemónico de la política y de la cultura histórica sobre una sociedad fragmentada, plural en su conformación, aunque todavía incapaz de transformar esa heterogeneidad en un pluralismo constructivo.
A esa tarea de reconstrucción deben abocarse las oposiciones. Quizás, en el año que nos resta antes del proceso electoral, no alcancemos acuerdos legislativos con el Gobierno (hubiese sido lo más conveniente), pero estas carencias deben impulsar a las oposiciones, como ya lo están demostrando, a trazar otro "nunca más" en defensa del valor de la tolerancia.
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